Con las manos temblorosas abrió el sobre que le acababa de entregar el hepatólogo. Aunque sus ojos vidriosos le impedían ver nítidamente consiguió leer, sin lugar a dudas, que el test daba positivo en las pruebas de compatibilidad entre donante-receptor.
Aquella noche, David sacó el informe médico del bolsillo derecho de su pantalón y a solas lloró de felicidad. Lo dobló cuidadosamente, lo colocó bajo su almohada y por fin, tras meses de insomnio y Lorazepam, pudo cerrar los ojos y dormir profundamente e incluso soñar. Con una sonrisa cuajada en sus labios, gozó de un sueño reparador.
A Sara le quedaba muy poco tiempo y empezaban a salirle alas. Tantos años de pruebas, tratamientos e ingresos hospitalarios. Tanto miedo en su mente y tanto dolor en su cuerpo la estaban marchitando. Sus existencias se habían convertido en un calvario, continuamente esperando un milagro, una llamada telefónica, un órgano envuelto en papel de regalo. Pero a veces la vida te da sorpresas. La solución había estado siempre junto a él, en sus entrañas, en su interior. Sin David saberlo hasta hacía poco.
Por algún motivo divino el hígado estaba divido en dos. Con el lóbulo derecho conservaría su vida y con el izquierdo impediría la muerte de su único y gran amor.
Y especuló: «Quizás mi amor hacia Sara sea la barita mágica que convierta nuestro deseo en realidad».
Esperanzado, comprendió que el resto quedaba en manos de la ciencia y de Dios.
Pasados dos lustros, David abrió su cajita de madera donde guardaba los recuerdos más bellos de su vida y al ver el informe amarillento pensó que donar órganos era el mayor acto de amor y humanidad que un ser podía ofrecer a otro, una segunda oportunidad para seguir vivo. Después se acercó a Sara, le dio un beso en los labios y le preguntó:
-¿Te apetece que hoy demos un paseo por el campo, la primavera ya ha llegado y las amapolas y margaritas deben de estar en su máxima floración?
Antonio Ramírez Martín
Atras