Soñaba con destruirlo. Día tras día. Año tras año.
Ese maldito despertador con forma de gato, con su maullido electrónico infernal a las 6:30 en punto. Un regalo de mi tía Luisa, que “pensó que era adorable”. No era adorable. Era satánico.
Lo imaginaba ardiendo en una hoguera, explotando en cámara lenta, siendo devorado por un rottweiler con insomnio. Ese era mi sueño.
Y un martes, ocurrió.
Desperté… sin él. Silencio absoluto. El sol ya alto. Miré el reloj del móvil: 11:07. Me incorporé, confundido y feliz. Lo busqué por toda la habitación. No estaba. Ni en la mesita, ni bajo la cama, ni en la basura (donde ya había terminado tres veces, sin éxito).
Me reí como un villano de película. Salté en la cama, hice pancakes, bailé en pijama. ¡Mi sueño se había hecho realidad! ¡Libre!
Pero entonces comenzaron las señales.
Primero, la radio del coche se encendió sola. Emitía maullidos.
Después, el microondas mostró la hora: 6:30… en letras. "SEIS. TREINTA."
Esa noche, me despertó un ruido. Algo maullaba. Abrí el armario lentamente. Nada. Me giré. Y ahí estaba: el despertador, sobre la almohada vacía junto a mí, encendido, mirándome con sus ojos rojos parpadeantes.
Intenté lanzarlo por la ventana. Volvió a aparecer en el baño.
Intenté aplastarlo con un martillo. El martillo se rompió.
Ahora vive conmigo. Maúlla cuando quiere, no cuando lo programo. A veces cambia el canal de la tele. Una vez me programó una cita con el dentista y otra con mi ex.
Mi vida es un infierno... silencioso, hasta las 6:30.
Así que, por favor, si tienes un sueño, piénsalo bien. Porque a veces, los sueños se hacen realidad.
Y otras veces... te hacen la vida imposible.
Anónimo
Atras