ÚLTIMO MINUTO


 

Desde que era un niño, soñé con ese momento: estadio lleno, luces encendidas, millones mirando… y yo, con el balón en los pies.

 

Pero los sueños no se cumplen solos. Hubo madrugones, entrenamientos bajo la lluvia, derrotas amargas, lesiones que dolían más en el alma que en el cuerpo. Mientras mis amigos salían de fiesta, yo me quedaba en casa con hielo en la rodilla y un objetivo en la cabeza: jugar con la camiseta de mi país.

 

Y llegó el día.

 

Final del campeonato mundial. Entré en el minuto 81. Íbamos empatados. El técnico me miró y dijo solo tres palabras: "Haz tu juego". Salí con el corazón desbocado, las piernas vibrando, los nervios mordiéndome el estómago.

 

Minuto 89. Recuperamos el balón en nuestra área. Comenzó la contra. Lo vi claro: me desmarqué, grité, corrí como si la vida se me fuera en ello. El pase vino perfecto. Toqué una vez. El defensa venía como un tren. Segunda vez. Solo el portero.

 

Y entonces, todo se detuvo.

 

Por un segundo, el mundo fue silencio. Yo, el balón, la portería … y el sueño. El mismo que tuve miles de veces, en pijama, en mi habitación, con una pelota desinflada.

 

Le pegué.

 

Gol.

 

No lo grité. Me arrodillé. Miré al cielo, al pasado, a mi yo de 7 años que jugaba en el patio con zapatillas rotas.

 

Los compañeros me abrazaron, el técnico lloraba, y el estadio explotaba.

 

Ese día, supe que los sueños no son cosa de niños. Son cosa de valientes. Y cuando la pasión empuja más fuerte que el miedo, la vida te da ese último minuto para convertir el sueño… en realidad.

 

Anónimo

Atras