LA PUERTA ROJA


Durante años pasé caminando frente a aquella puerta roja, oxidada y olvidada entre edificios grises. Siempre imaginé que detrás había algo distinto: un teatro secreto, una librería mágica, tal vez un mundo paralelo. Mientras otros crecían soñando con casas, coches o ascensos, yo soñaba con abrir esa puerta.

 

Pero el tiempo pasa. Y los sueños se enfrían.

 

Hasta que una tarde cualquiera, de esas en las que uno está a punto de rendirse, la vi entreabierta. Dudé. ¿Y si no era lo que había imaginado? ¿Y si la fantasía se rompía al entrar? Pero algo en mí, viejo y dormido, despertó.

 

Empujé.

 

Adentro no había un teatro. Ni una librería mágica. Había polvo, cajas rotas… y un piano.

 

Negro, imponente. Cubierto de telarañas, sí. Pero intacto.

 

Me acerqué. Toqué una tecla. Sonó desafinada. Toqué otra. Y otra. Hasta que la melodía empezó a surgir como si hubiera estado esperando solo por mí. Los dedos se movían solos, como si supieran el camino. No recordaba cuándo había sido la última vez que toqué. Quizás de niña. Quizás en otro sueño.

 

Una señora mayor apareció desde el fondo del lugar. Me miró, sonrió, y dijo:

 

—Estábamos esperando a alguien como tú.

 

Hoy, ese lugar es una pequeña escuela de música para niños sin recursos. Cada tarde, cuando los escucho tocar, reír, desafinar y volver a intentarlo, sé que aquella puerta roja no llevaba a un mundo mágico…

 

Sino al mío.

 

Un sueño, al fin, hecho realidad.

 

Anónimo

Atras