EL SALTO


 

Siempre soñé con volar. No en aviones. Volar de verdad. Extender los brazos, despegar los pies del suelo y dejarme llevar por el viento, como en esos sueños donde uno flota sin esfuerzo, sin miedo.

 

Pero la vida pesa. La rutina, los miedos, las voces que dicen “no puedes”, “no es para ti”. Así que guardé mi sueño en una caja, lo envolví con la cinta de la prudencia y lo escondí en el fondo del armario. Años.

 

Hasta que llegó el día. Amanecí con el corazón al galope, las manos temblorosas, pero decidida. Subí al coche, conduje hasta la costa y caminé por la senda de los acantilados. El mar rugía abajo, como una bestia salvaje y hermosa. El viento me azotaba el rostro y me empujaba hacia adelante.

 

Allí estaba él: el instructor de parapente, con su sonrisa tranquila y las alas plegadas en la mochila. Me ajustó el arnés, me explicó los pasos, me miró a los ojos.

 

—¿Lista?

 

Mentiría si dijera que no dudé. Pero di el primer paso.

 

Y volé.

 

El suelo se alejó como una vieja preocupación. El vértigo se disolvió en carcajadas. Volé con los ojos abiertos, con los pulmones llenos de aire salado y el alma en llamas. No era un sueño. No esta vez.

 

Era real.

 

Grité, lloré, reí. Allá abajo, las olas aplaudían mi atrevimiento. Las gaviotas me escoltaban. El viento era mi cómplice.

 

Cuando aterrizamos, mis piernas temblaban. No por el miedo, sino por la emoción. Me quité el casco, miré al cielo y lo supe: a veces, los sueños no necesitan una lámpara mágica. Solo valor.

 

Y ese día, el mío se hizo realidad.

 

Anónimo

Atras